martes, 19 de junio de 2012

Genérico


A veces me pregunto por qué uno añora tanto a la infancia. Seguramente hay muchas respuestas para esto, pero la que más me convence a mí es por su simpleza. Todo tenía un nombre concreto y claro, casi obvio, como un genérico. Por ejemplo el periodo de nueve meses donde íbamos a clases no tenía otro nombre que “Las clases”, una denominación tan monótona y aburrida que no podía calzarle mejor. En cambio, el resto del año tenía un nombre alegre y colorido, bien a tono con el sol y la música que vestía esos meses de diversión, que mejor nombre para resumir todo eso que “El verano”.

“El verano” era el mejor albergue para la felicidad de la infancia, porque era todo lo contrario a lo complicado de “Las clases” con sus nombres y sus fechas exactas. En esta época todo era genérico y único. Bastaba con decir que ibas “a jugar a la pelota”, para que tu vieja supiera dónde estabas y si preguntaba con quien ibas la respuesta era “con los pibes” y eso bastaba para que ella se quedara tan tranquila como si tuviera en su poder las fotocopias del DNI de cada uno de ellos. Y claro que en ese afán de simplificar y unificar todo necesitábamos un lugar que pueda conjugar la diversión de los juegos, con la libertad de estar lejos del control de nuestros padres y la emoción de la aventura. Y ese lugar era “El club”.

“El club” era casi como de otro tiempo, estaba a tres cuadras de mi casa y al parecer había pertenecido a los ferroviarios o seguía perteneciéndoles, a nadie le importaba. Lo único que interesaba es que era el aguantadero perfecto para sacarle jugo a esos meses de diversión.

Ni bien entrabas veías una enorme y antigua casa a la que nadie podía entrar, cuyo objetivo parecía ser amedrentar a cualquier nuevo visitante que haya pensado ingresar. Porque claramente, “El club” era para los que lo conocían y lo disfrutaban, no parecía interesarle los nuevos miembros ya desde su estructura, ya que su pileta, su canchita de futbol 5, el bar y la cancha de once parecían ocultarse tras ese viejo caserón como si fueran pollitos mojados protegiéndose atrás de un hermanito mayor con cara de pocos amigos.

Esta especie de secta barrial, a la que uno pertenecía simplemente por conocer el lugar y tener un arrugado carnet escrito a mano, no hacía más que agregarle misticismo a algo que casi lo destilaba. Su antiguo aljibe, su enorme arboleda y la lejanía con la calle y el sonido de los autos eran detalles que no pasaban inadvertidos y te hacían pensar que al cruzar esa puerta de entrada escondida habías vuelto el tiempo atrás a una época más simple y desestresada en donde de alguna inexplicable manera ese lugar había quedado varado. Imposible encontrar un mejor marco para pasar “El verano”.

Los días pasaban indistinguiblemente y con una rutina casi calcada. Lo primero era encontrarse con los amigos y armar el rústico campamento donde revoleábamos los bolsos y las remeras para refrescarnos en la pileta. Luego de alguna que otra mancha y varias carreras venia la merienda con su obligado partidito de metegol, que era la previa para el partido de futbol que venía después. Ya cuando el sol parecía un poco más complaciente. Después un nuevo chapuzón seguido de una ducha y ya a las ocho de la noche había que irse a casa, pasar un rato con los viejos, comer y a dormir para volver al día siguiente.

Poco nos molestaba la rutina pero la vida está llena de rutinas que por una u otra razón se terminan cortando. Y así fue, todo cambió cuando una de esas perfectas tardes de verano ví en la pileta a “Esa chica”, no sabía su nombre y eso me mataba. Era perfecta, aunque con los años mi idea de perfección femenina se fue alterando. No guardo en mi mente una imagen completa de ella, si pequeños pedacitos: su sonrisa, su mirada, las pequitas en sus cachetes, el pelo tapándole una parte de la frente, algo que ella odiaba porque constantemente se lo acomodaba.

No puedo explicar por qué me gustaba exactamente, como creo que nadie puede cuando está realmente enamorado, pero me gusta tanto que se me hacía imposible poder hablarle sin derretirme en el proceso. Ella me hizo descubrir el amor sin saber que yo existía. Ese amor que se basa en la obsesión por estar con alguien, en esos pensamientos que asechan tu cabeza y que te persiguen hasta que te duele el estómago. Ese amor puro, que sólo puede ser el primero, sin manchas de rencores o de malos recuerdos. Ese amor que me estaba comiendo por dentro.
No me podía dormir, comer, pensar, no me podía concentrar en nada que no fuera ella. Claro que la concentración que necesitaba en ese entonces no iba a alterar más que a mis pobres compañeros de equipo de las tardes que sufrían mis despistes en cada partido.

No podía seguir así, este suplicio eterno tenía que terminar, tenía que saber su nombre. No se me ocurrió mejor forma de averiguarlo que hablar con alguna de sus amigas, claro que a los doce años el sexo opuesto parece ser tu enemigo mortal, después de esa edad… se vuelve un enemigo aun más complejo. Pero mi objetivo era claro, probé preguntándole a una chica que cada tarde se sentaba a vernos jugar a la pelota. No había tiempo que perder, sin decir hola siquiera le pregunté el nombre de aquella chica de cara pecosa y pelo lacio largo, ella lo pensó un momento y accedió a decírmelo si la dejaba jugar en mi equipo. Yo estaba tan desesperado por saber que accedí, no hizo falta mucho para convencer a mis amigos de cambiarme por ella, la verdad es que mi rendimiento futbolístico había decaído mucho y no podían imaginar a nadie, ni hombre ni mujer, que pudiera jugar peor que yo, así que sin mayor preámbulo se realizó el cambio.

No presté ni la más mínima atención al partido, aunque noté que los gritos de mis amigos disminuyeron bastante así que la chica no podía estar jugando tan mal, pero lo único que ocupaba mi cabeza era la idea que después de que el partido termine iba a saber el nombre de mi amada. Quizás hoy en día uno siente que eso no significaba nada, pero a esa edad era difícil de imaginar mayor misterio por descubrir.
El partido terminó, sabe Dios con que resultado, y la chica se me acerco y me dijo ¬—Camila —, segundos después todos fueron hacia la pileta con el resto de los chicos, creo que incluso me llamaron para que los acompañara, pero no podía hacer otra cosa que pensar en ella y en su hermoso nombre. Tanto es así que sin darme cuenta se hizo de noche y debía volver a mi casa.

Al llegar a la puerta del club veo una sombra tras mis pasos que recién logré distinguir cuando uno de los viejos faroles que iluminaba el camino empedrado hacia la reja dejó de parpadear. Era “ella”, por algún capricho del destino se había quedado hasta tarde también. Los nervios no me dejaron hacer nada más que caminar hacia la calle y volver a mi casa, al pasar un par de casas me di vuelta y ví que ella caminaba en la dirección opuesta. En ese segundo el valor que no creía tener se apoderó de mí y le grité —¡Chau Camila! —. A lo que ella no respondió, siguió caminando como si nada hubiera pasado. No podía creerlo, no merecía ni un simple gesto, ni una mirada, quedé devastado.

Con gran esfuerzo volví al club al día siguiente, no iba a dejar que eso arruine mi verano, pero esa tarde descubrí que ya lo había hecho. A todos lados donde iba estaba ella, no podía ir a la pileta, ni al bar, la canchita de futbol era mi único refugio, aunque ni siquiera podía jugar, porque parecía que mis amigos estaban tan contentos con la nueva incorporación femenina que yo quedé relegado al banco. Después del partido la nueva jugadora parecía haber notado mi depresión y se acercó a preguntarme que me pasaba, le conté lo sucedido y ella, notablemente apurada por tirarse a la pileta, me dijo que no me preocupara, que no todo es lo que parece. Yo lo tomé como un consuelo de compromiso, hubiera dado cualquier cosa por estar en su lugar disfrutando del agua y de los amigos, pero no quería volver a ver a Camila, sentía que esa cautivante sonrisa y esa tierna mirada iban a destrozarme el corazón si volvía a verlas. Quizás la mejor opción era atesorarlas en el recuerdo donde no podían volver a lastimarme.

No tenía mucho sentido quedarme ya que me había auto-vedado la mayoría de las instalaciones del club, así que decidí volver a mi casa previa parada técnica en el barcito para comprar un helado de crema cubierto de chocolate que siempre me animaba, la hora de la merienda había pasado así que no había peligro de cruzarme con ella, claro que eso traía sus consecuencias, una de ellas que los helados se hayan acabado. No me sorprendió para nada, cuando estas de mala suerte todo conspira en tu contra, ni siquiera me hubiera extrañado que un satélite ruso en desuso me cayera en la cabeza al salir del local.

Sumido en mi depresión y sin prestarle atención a nada llegué a la puerta con el triste consuelo de que no había nada peor que podía sucederme ese día, sólo para enterarme de que si la había y era la que me estaba esperando en la puerta. Justo allí en la salida estaba “ella” sentada comiendo un helado, esperando para humillarme sin siquiera saberlo. Pero no era momento para la cobardía porque escaparle a una chica lastimaba mucho mi orgullo masculino. Así que hice lo que tenía que hacer, me armé de valor y caminé algo apresurado hacia adelante para atravesar la puerta y dejar todo eso atrás. Me sentía raro al caminar, poco registraba lo que sucedía a mi alrededor hasta que ya pasando la puerta su voz me despertó, —¿Querés? —me preguntó. En una reacción refleja me di vuelta y ví que me estaba ofreciendo su helado, en un atisbo de lucidez asentí con la cabeza y muy tímidamente me acerque y le di un buen mordiscón. —Gracias Camila —me atreví a decir y un —No me llamo Camila —hizo que en mi cara se dibujara una sonrisa rellena de crema.

Ese día fue cuando más tarde me fui del club, hablamos de todo por no recuerdo cuanto. Hasta me dijo su verdadero nombre, el que luego de unos años lamenté no recordar. Aunque con el tiempo me di cuenta que no importaba, porque la razón por la que uno recuerda siempre el primer amor es esa simpleza y ese carácter genérico que lo reviste.

El “primer amor” no tiene ese nombre hasta el recuerdo, en un primer momento es sólo “el amor”. Tan frágil y puro que es únicamente capaz de sobrevivir en los recuerdos, donde se mezcla con el momento, la juventud, la nostalgia y por sobre todo en este caso, el lugar donde se encontró. Esa conjunción se transforma en algo tan mágico como irrepetible, un genérico, una síntesis perfecta de esa felicidad utópica que recordamos alguna vez haber tenido y pasamos la vida tratando de volver a encontrar.